Con gran dificultad pude dominar mi excitación. Sin darse cuenta, Annie nos había
suministrado una pista importante. ¡Cómo se hubiera asombrado de saber que su «sal gorda de
cocina» era estricnina, uno de los venenos mortíferos que conoce la Humanidad! Me maravilló la
calma de Poirot. Su dominio de sí mismo era asombroso. Esperaba la siguiente pregunta, pero me
desilusionó.
—Cuando usted fue al cuarto de la señora Inglethorp, ¿estaba cerrada la puerta que comunica
al cuarto de la señorita Cynthia?
—Sí, señor. Siempre ha estado cerrada. Nunca se abre.
—Y la puerta del cuarto del señor Inglethorp? ¿Se fijó usted si estaba cerrada también? Annie
dudó.
— No puedo decirlo con seguridad, señor; estaba cerrada, pero no sé si el cerrojo estaba
echado.
—Cuando usted dejó el cuarto, ¿cerró la señora Inglethorp la puerta?
—No, señor, no la cerró entonces; pero me figuro que lo haría más tarde. Acostumbraba a
encerrarse todas las noches. Me refiero a la puerta que da al pasillo.
—¿Vio usted una mancha de esperma de vela en el suelo cuando arregló el cuarto ayer?
—¿Esperma? No, señor. La señora Inglethorp no tenía vela, sólo una lámpara de alcohol.
—Entonces, si hubiera habido una gran mancha de esperma en el suelo, ¿está usted segura de
que se hubiera dado cuenta?
—Sí, señor, y la hubiera limpiado con un secante y una plancha caliente.
Entonces Poirot repito la pregunta que había hecho a Dorcas:
—¿Ha tenido alguna vez su señora un traje verde?
—No, señor.
—¿Ni una capa, ni una mantilla, ni un... ¿cómo dicen ustedes..., ni un abrigo de deporte?
—Verde, no, señor.
—¿Ni ninguna otra persona de la casa? Annie reflexionó.
—No, señor.
—¿Está usted segura?
—Completamente segura.
—¡Bien! Eso es todo. Muchas gracias.
Con una risa nerviosa, Annie salió del cuarto. Mi excitación, refrenada hasta entonces, estalló.
—¡Poirot! —grité—. ¡Le felicito! ¡Qué gran descubrimiento!
—¿Qué es lo que llama usted un gran descubrimiento?
—¡Qué va a ser! Que era el chocolate, y no el café, el que estaba realmente envenenado. ¡Esto
lo explica todo! Naturalmente, no hizo efecto hasta la mañana, porque el chocolate fue tomado a
mitad de la noche.
—¿De modo que usted cree que el chocolate, fíjese bien en lo que digo, el chocolate, contenía
estricnina?
—¡Claro! ¿Qué podía ser, si no, la sal de la bandeja?
—Podía haber sido sal — replicó Poirot plácidamente. Me encogí de hombros. Si se ponía así,
era inútil hablar con él. Se me ocurrió la idea, y no por primera vez, de que mi pobre Poirot estaba
envejecido. Pensé que era una suerte que se hubiera asociado con alguien de mente. más rápida.
Poirot me observaba con ojos chispeantes.
—¿No está usted satisfecho de mí, mon ami?
—Mi querido Poirot —dije con indiferencia—, no soy yo quién para dirigirle a usted. Usted
tiene derecho a su propia teoría, como yo lo tengo a la mía.
—Admirable pensamiento —observó Poirot, levantándose con ligereza—. Ya he terminado
con este cuarto. A propósito, ¿de quién es ese pequeño escritorio de la esquina?
—Del señor Inglethorp.
—¡Ah! —Hizo una tentativa de abrir la cubierta enrollable—. Está cerrada. Pero puede ser que
la abra alguna de las llaves de la señora Inglethorp. Ensayó con varias, retorciéndolas y
haciéndolas girar con mano práctica, hasta que finalmente lanzó una exclamación de júbilo.
—Voilá! No es la llave de aquí, pero puede abrir el gabinete en caso de apuro.
Levantó el cierre enrollable y echó una rápida ojeada a los papeles, ordenados
cuidadosamente. Con gran sorpresa por mi parte, no los examinó, sino que se limitó a observar,
mientras cerraba de nuevo el mueble:
—Decididamente, este señor Inglethorp es un hombre de método.
Un «hombre de método», desde el punto de vista de Poirot, era la mayor alabanza que podía
hacerse de un individuo.
Me di cuenta de que mi amigo no era el de antes cuando siguió divagando deshilvanadamente.
—No había sellos en este escritorio, pero podía haberlos habido, verdad, mon ami? ¡Podía
haberlos habido! No —sus ojos recorrieron la habitación—, este boudoir no tiene nada más que
decirnos. No nos dio gran cosa. Sólo esto.
Sacó de su bolsillo un sobre arrugado y me lo tiró. Era un sobre vulgar, viejo y de aspecto
sucio, y en él, al parecer sin propósito definido, se veían unas cuantas palabras garabateadas.
Incluso a continuación un facsímil del sobre.