Capítulo 4
Hubo un momento de silencio. En todos los rostros se leía la sorpresa y el miedo. Se dejó oír de
nuevo la voz clara del juez Wargrave:
—Llegamos ahora a la segunda fase de nuestra relación. Ante todo voy a añadir mis propias
informaciones a las que ya poseemos.
Sacó una carta de su bolsillo y la arrojó sobre la mesa.
— Esta carta está escrita como si fuese de una de mis viejas amistades. Lady Constance
Culmington, a la que hace dos años que no he visto. Estaba en Oriente. El autor de esta carta ha
empleado el estilo incoherente y fútil de lady Culmington para invitarme a encontrarla aquí, y me
habla de los propietarios de una manera confusa. Fíjense ustedes en que en todas las cartas se
encuentra la misma táctica, sobresaliendo un punto del mayor interés: que, sea quien fuere el
individuo, hombre o mujer, que nos ha traído a esta casa, nos conoce o se ha molestado en buscar
datos sobre cada uno de nosotros. Está al corriente de mi relación con lady Culmington y su estilo
epistolar no le es extraño. Sabe el alias del amigo de Marston y la clase de telegramas que envía
habitualmente. No ignora el estilo en que hace dos años pasaba sus vacaciones miss Brent y las
costumbres de la gente con quien se relacionaba. Y por último posee indicaciones sobre los viejos
camaradas del general MacArthur. Después de una pausa continuó:
—Ustedes vieron cómo nuestro anfitrión conoce muchas cosas nuestras que le han permitido
formular acusaciones concretas.
Esta observación desató muchas protestas.
—Todo eso no es más que un hatajo de calumnias —exclamó el general.
—¡Esto es cínico! —gritaba Vera con la respiración entrecortada.
—¡Es una mentira, una infame mentira! —exclamaba Rogers con voz ronca—. ¡Jamás ni mi
mujer ni yo hemos cometido crimen alguno!
—Me pregunto, ¿adonde quiere llegar ese loco? —murmuraba Anthony Marston.
La mano en alto del magistrado calmó a los asistentes. Escogiendo sus palabras, dijo:
—Deseo hacer una declaración. Nuestro amigo desconocido me acusa de la muerte de un tal
Edward Seton. Me acuerdo perfectamente de Seton. Estaba acusado del asesinato de una vieja y
compareció ante mí en junio de 1930. Su abogado le defendió hábilmente y él mismo produjo una
buena impresión en el jurado. Pero después de las declaraciones de los testigos, su crimen no dejaba
duda a mis ojos. Presenté mi requisitoria y el jurado le condenó. Proponiendo la pena de muerte
contra él no hacia más que confirmar el veredicto. Se recurrió contra la sentencia invocando unas
inexactitudes en la interpretación de los hechos, pero la apelación fue desestimada y el hombre
ejecutado. Declaro ante ustedes que mi alma y mi conciencia no tienen nada que reprocharme, pues
cumplí con mi deber condenando a muerte a un asesino.
¡Armstrong se acordaba del caso Seton! El veredicto sorprendió a todos. El día anterior al juicio
había cenado en un restaurante con el abogado de su cliente. Después las lenguas se desataron; el juez
Wargrave se cebó con el acusado.
Había conseguido convencer al jurado y Seton fue reconocido culpable. «Procedimiento legal.»
El viejo magistrado conocía como pocos la ley. Dio la impresión que el juez satisfacía una venganza
personal.
Todos estos recuerdos aparecían de repente en la imaginación del doctor, y sin reflexionar le
preguntó:
—¿Conocía personalmente a Seton? Quiero decir antes del proceso.
Los ojos del juez se posaron en el doctor y con voz precisa contestó:
—No, no conocía personalmente a Seton antes del proceso.
Pero el doctor pensó: «Este pícaro viejo miente, estoy seguro.»
Vera Claythorne explicó temblorosa:
—Quisiera decirles… a propósito del niño Cyril Hamilton, que era yo su institutriz. Estábamos
en una playa veraneando y le tenía prohibido el nadar demasiado lejos. Un día aprovechando una
distracción por mi parte, se fue más lejos de lo que le tenía permitido. Salté al agua para cogerle, pero
llegué demasiado tarde. Fue horroroso, pero no hubo falta por mi parte. En la indagatoria el fiscal
reconoció mi inocencia. La madre del niño no me dirigió ningún reproche y me demostró su afecto.
¿Por qué reprocharme este doloroso accidente? ¡Es injusto… injusto!
La joven se deshizo en lágrimas.
El general le dijo para consolarla:
—Vamos, vamos, querida niña… Sabemos que todo eso es falso… se trata de un loco chiflado,
digno de encierro. No vale la pena darle importancia a esas infamias. Entretanto yo declaro que no
hay nada cierto en esa historia del joven Arthur Richmond. Richmond era oficial de mi regimiento, le
envié a un reconocimiento… y fue muerto por el enemigo… ¿qué cosa más corriente en tiempo de
guerra? Lo que me apena es esa malévola insinuación sobre la conducta de mi mujer… la más fiel de
todas las esposas… ¡la mujer del César!
El general MacArthur se sentó. Su mano temblaba al atusarse el bigote. Estas palabras le habían
costado un esfuerzo sobrehumano.
Con los ojos sonrientes Lombard le tomó la palabra.
—Por lo que se refiere a los indígenas…
Marston le interrumpió:
—¿Qué?
Philip Lombard se echó a reír.
— Es una historia verídica. Los abandoné a su suerte. Era una cuestión de vida o muerte,
estábamos perdidos en la selva. Mis dos camaradas y yo cogimos lo que quedaba de alimento y
huimos.
El general se indignó.
—¡Cómo! ¿Ustedes abandonaron a sus hombres? ¿Les dejaron morir de hambre?
Lombard respondió:
—Cierto, no sería muy edificante por parte de un Poukka sahib… pero el conservar la vida creo
que es el primer deber de un hombre. Los indígenas no tienen miedo a la muerte… Sobre este
particular su mentalidad difiere de la de los europeos.
Vera levantó la cabeza y miró a Lombard de hito en hito.
—¿Los… dejó morir?
—Sí —respondió Lombard—, los dejé morir —su mirada alegre se posó en los ojos asustados
de la joven—.
Anthony Marston declaró perplejo:
—Acabo de reflexionar… pienso que Johnny y Lucy Combes serían los dos niños que atropellé
cerca de Cambridge. ¡Qué mala suerte!
El juez Wargrave le preguntó:
—¿Para ellos o para usted?
—Hombre, pensaba que para mí… Quizá tenga usted razón; fue mala suerte para ellos. Pero se
trata de un accidente. Los niños salían corriendo de una casa. Me quitaron el permiso de conducir
durante un año, y esto, por cierto, me fastidió.